Negaciones

¿Por qué nos cuesta tanto seguir camino?

De tantas historias que han llegado a mi recientemente y tantas horas gastadas en amigología (léase: psicología pero sin pagarle a un desconocido), el común denominador siempre ha sido: Esa historia que tanto nos cuesta cerrar. Al parecer la raza humana se niega a enfrentar con dignidad ese claro «No» o esos mucho más amables: «No ahora» o «Quizás si la cirscuntancias hubieran sido diferentes…»

(…claro, si las circunstancias hubieran sido diferentes y, en vez de ser vos, fueras un clon en todo sentido del objeto de mi deseo…)

Nos negamos a escuchar, a ver lo que esa persona que tenemos adelante realmente nos quiere decir. Incluso si la persona peca de no tirarnos la justa, nosotros tampoco decodificamos. Claro, la hemos construído y reconstruído tantas veces en nuestra cabeza que eso que tenemos parado adelante, de carne y hueso, falible, humano, con todas sus virtudes y todos sus defectos, tiene muy poco que ver con esa Musa (o ese Adonis, no discriminemos), ese ser inmaculado y perfecto, suma de todos nuestros anhelos y de unos cuantos más que ni siquiera sabíamos que podíamos tener adentro.

Incluso, cuando la pobre víctima de tanto afán reprimido, pensándolo del lado de los bien intencionados, trata de ser amable con nosotros, de frenarnos el impulso para tratar de que no terminemos estrolados contra la pared, casi sin dudar, aceleramos…

(«No, no voy a bajar los brazos. Yo se que está enloquecido por mi, pero…»)
(«No me voy a dar por vencido así como así. Yo le doy para adelante total…»)
(«Yo se que aún queda algo entre nosotros. Voy a empeñar hasta la última de mis fuerzas para recuperarla, no importa lo que me haya dicho…»)

Ergo: No entendimos un corno. Y, si faltaba poco, salteamos todas las señales.

¿Qué estamos haciendo? ¿A quién estamos enfrentando: al malvaaaado destino o a los deseos de la otra persona, esa que supuestamente queremos tanto?

Si la persona es alguien con quien estuvimos y dejamos llegar las cosas a ese punto de desgaste sin retorno en el que sin importar que, el otro prefiere no estar con nosotros, aunque duela, aceptémoslo. Si algo se rompió, lo mejor es dejar ir. Porque aún cuando por seguridad, confort o lugar común recuperemos a esa persona, ¿va a ser lo mismo? ¿Va a ser eso que tanto deseábamos o nos aferramos a un eco de aquello que alguna vez fue?

Y si la persona es alguien nuevo, que quizás nos aprecia, pero, sencillamente, no comparte todo eso que nos pasa: es sencillo, no le pasa. Todo tiene que darse naturalmente, tan simple, claro y evidente como siempre lo quisimos. De lo contrario, la conexión no estuvo. No pasó. Punto.

Pero claro, nos guíamos por mil historias y, al mejor estilo He’s just no that into you, más veces que las otras, somos la regla y no la excepción. Ok, ¿queremos hacer un buen esfuerzo para demostrar lo que valemos? Adelante. Sea por nosotros o por esa persona especial, casi siempre lo vale, ni que más no sea para quedarnos satisfechos de que dimos lo mejor que teníamos para dar…

… y mejor cerrar la página ahí.

Porque seguir de ahí en más, es olvidarse de querer: pasamos sencillamente a desear. Un deseo torpe y egoísta, infantil, posesivo, de que la otra persona esté a nuestro lado sin importar que. Un capricho, en todo sentido. Y al menos en lo que a mi me respecta, detesto los caprichos…

(…y alguien dijo por ahí que amar es buscar la felicidad del otro, aún por encima de la nuestra…)

Temporada de patos…

Haciéndome el Bugs Bunny (pero esquivando yunques a lo Lucas) puedo declarar que otra nueva temporada ha dado comienzo, bien movidita para variar. No los voy a aburrir: algunas cosas no pueden ni ser contadas, otras por códigos de quien suscribe morirán en el borrador de este tintero y una buena parte de la tercer categoría requeriría una extensa bitácora de mi vida para que puedan entenderlas. Además, temo sintonizar un día de estos algún canal Croata y ver una cámara apuntando al living de mi casa, así que no tentemos a la suerte…

Lo que si me llamó la atención son las notas al margen. Esas pequeñas coincidencias, casi imperceptibles, que quizás nunca lleguen a ser más que eso, pero que uno advierte a la pasada y dice: «Ok, veo venir el tren a lo lejos y… ¡Oh! ¡Caramba! Qué coincidencia: estoy justo parado sobre las vías…»

Los Correcaminos, sin embargo, esos agnósticos detractores del guionista que no tienen más problemas que los que ellos mismos se crean, han acotado rápidamente: «Nah, ¿que vías? ¿Esas maderitas de morondanga y esos fierritos a los costados con un bicho encima que hace «chucuchu-chucuchu»? ¡Sos vos que estás llamando al choque! Seguí camino y dejate fluír con el universo…». Claro, ellos porque aún no me creen que el universo para mi es la encrucijada de 2 calles y 4 diagonales, donde, con la exactitud de Murphy, el auto siempre viene por el lado que no miré…

Como fuera, por esta vez, me voy a… «dejar fluír»: poner la vida un toque en piloto automático y ver a donde voy a parar. Total: ¿qué le hace al coyote otra caída por el precipicio?

(…aún así, y aunque no logre decodificarlo del todo, el recuerdo de un poema, alguien que retoma contacto, coincidencia que va y viene, me ha dejado una extraña sensación de… ¿desafío?)

…de cuando solía decir que el momento perfecto tenía que tener su cuota de romance, magia, misterio y desafío.

«Quien sonríe cuando todo va mal…

(… es que ha encontrado otro a quien echarle la culpa», según Murphy)

No es mi caso. La tradición oriental del qi dice que podemos ser lo suficientemente diestros como para manejar nuestra energía vital. Tampoco les creo, pero si es cierto que bajo presión funcionamos mejor. La necesidad, la increíble capacidad que despierta solo cuando tenemos que resolver cien cosas por minuto sin poder ver en el horizonte aquel minuto en el que volveremos a esa casi improductiva paz, es realmente algo digno de asombro…

Reconozcámoslo: somos mejores malabaristas que picassos. La creatividad es una la musa que nos sale mucho más de taquito cuando en un ataque de emergencia apagamos el lado izquierdo de nuestro cerebro y nos dejamos guíar por nuestra mejor mitad. Y de hecho, cuando la paz llega, cuando tal como trapecistas caemos de nuevo a tierra de pie y saludando al público (o con una pierna quebrada) es realmente cuando podemos mirar atrás, con un cagazo importante y decimos: «A la mierda, eso si que estaba alto…»

Sobrecafeinado y pasado de bebida energizante, a niveles de parecerme ya a la ardillita de «Vecinos Invasores», habiendo martilleado en forma casi constante mi escritorio con la cabeza («… hmm creo que eso en mi frente es un cayo… Comer!!! Yo sabía que me olvidaba de algo!), con Mraz y «On love, in sadness» como única compañía en medio de caos y caos y caos y más caos, en ese perfecto momento en el que nos es totalmente imposible preguntarnos «¿por qué????»… Derrotado y abatido, pisoteado, insomne, con más heridas de las que puedo contar, me levanto una vez más, creo la pausa para escribir estas líneas, escupiendo algo de sangre miro al cielo y cual protagonista de película japonesa, con total calma digo sonriendo:

– «…¿esto es lo mejor que se te puede ocurrir?»

(«…Sing about that oh love it’s a brittle madness,
I sing about it in all my sadness
Not falsified to say that I found God so
Inevitably, well it still exists.
Pale, and fine I can’t dismiss
And I won’t resist and if I die well, at least I tried…»)

Nebulosas de reflexión

Una buena amiga, aquella misma que me dio la palabra Saudade, me pasó algo propio para compartir por este medio, titulado «Nebulosas de reflexión«. Sin querer restarle más protagonismo:

«Siempre existe un algo, una fuerza superior, un estado, una sensación o sentimiento, que es el impulsa a cualquier ser humano a emitir, expresar, expulsar de su ser, lo que lo agobia, aflige, tortura. Una nebulosa bastante turbia invade mi alma, mi cuerpo, mi todo. En astrología, la nebulosa de reflexión, es una nube de polvo que refleja la energía procedente de una o más estrellas; pero esta energía es insuficiente para ionizar el gas excepto que la dispersión de la luz pueda revelarlo. Y como tal, el reflejo de esa luz, llega a parecerse al de las estrellas iluminantes.

Parece irónico, q una de las marcas q llevo en la piel sea una estrella, con el significado de la persona responsable de tal estado anímico. Una estrella q en un principio, me iluminaba, q era la única en mi constelación, y q hacía de mi universo, un sin fin de luces brillantes…Pero como cualquier nebulosa, se compone de gas, sobre todo de hidrógeno y polvo. Y en esto nos hemos convertido, en pequeñas partículas, millones, pero independientes, dónde sólo pueden rastrearse pequeños huellas de momentos compartidos.

A menudo, las nebulosas de emisión y de reflexión aparecen juntas. La emisión de gases es la exhalación o expulsión de algo hacia fuera. En mí, un llanto angustiante, desconsolado, sin precedentes, que se conjuga con una avalancha de sentimientos en constante afloración.

Dicen que todo a su tiempo se va sanando, olvidando. Que el duelo de la pérdida es necesario, que el estar solo y encontrarse a uno mismo en una nebulosa, nos ayuda a ver quiénes verdaderamente somos, qué queremos, para dónde vamos, en fin, para q queremos estar… La reflexión se apodera de mi nebulosa se torna de azules diferentes, unas veces más brillantes que otras. El color azul del cielo lo explica todo; ya q la dispersión es más eficiente con los tonos azules.

Y así estamos… unidos con solo recuerdos de lo que éramos, somos ya solo polvo, quedando solo los restos de nuestro amor tatuados en mi piel y en tu memoria.»

Un poco de Londres

Si, si. La anécdota es mi vicio. O más bien, creer que todo acontecimiento bufonesco de mi pasado les resulta interesante. En este caso, la historia dice que años a, caminando con Joao en dirección a mi departamento, muy ensimismados ambos en charlas de bueyes perdidos, nos encontramos repentinamente cubiertos por una espesa niebla, de esas que te impiden ver a más de un par de brazos de distancia.

A la voz de: «Afilá la trincheta y pelá el escudo que en cualquier momento aparece el dragón de dos cabezas…», nos cagamos un rato de risa y llegamos a destino. Vaya nuestra sorpresa, al ver que tenía cortinas nuevas y faltaba una biblioteca entera. Cerré la puerta, chequeé el piso, volví a abrir. La única respuesta posible fue: «Ok, podría ser peor. En esta dimensión tengo copadas cortinas azules, pero ahí se fueron la mitad de los comics del Tano…»

Bromas aparte, y aunque todo encontró una explicación días más tarde (lógica o no, explicación al fin), la anécdota hizo costumbre. Cada vez que nos cruzabamos con una neblina jodida, sabíamos que algún cambio se venía.

O al revés: la niebla era la excusa perfecta para el cambio.

Bien como dijeron por ahí, la vida no es corta. Lo más probable es que no, mañana no nos pase un colectivo por encima y que tengamos que vivir otro medio siglo haciéndonos cargo de las desiciones que tomamos. Para errar tenemos tiempo de sobra. Y, sin embargo, las oportunidades son como trenes: nos pasan por al lado y si no corremos un poco, quizás nunca volvamos a poderlos alcanzar…

Estamos condenados a vivir con el peso de todo lo que dejamos afuera, con todo aquello a lo que conscientemente, por omisión o por simple falta de empuje para vencer la inercia, elegimos dejar fuera de nuestras vidas. Tarde o temprano, terminamos por hacernos cargo de todo lo que nos estamos perdiendo. Y no hay otro culpable más que ese que miramos al espejo todos los días a la mañana.

Porque así como con esas buenas desiciones sobre nuestra felicidad, como esas pequeñas cosas que nos hacen felices y con el pasar del tiempo se nos vuelven irremplazables, si no provocamos el cambio de una vez, más tiempo habremos perdido después lamentando no haber empezado antes.

Y antes de delirar sobre máquinas del tiempo, acordémosnos que todos esos trenes que lamentamos haber perdido en el pasado, quizás estemos a aún a tiempo de alcanzar con solo mirar hacia adelante…

Esos agentes de otoño…

Tener muchos Agentes de Otoño en la vida de uno está clínicamente poco recomendado (al menos por los doctores del alma). Cuando uno cree que es el día a día lo agobiante, lo estresante, las fuentes de angustia… Nada de eso. Es cuestión de mirar solo un poco más allá: en el fondo de la fotografía, cual Wally escondido, seguramente hay un Agente de Otoño dando vueltas.

Sin caer en el poco simpático deporte de echar la culpa a los demás por aquellas cosas de las que somos enteramente responsables (algo típico de esta gente gris a la que hago referencia), veran que están por todas partes. No busquen seres mitológicos, al menos no más allá del mito urbano de todos los días. El colectivero gruñón, la madre sobreprotectora y su crio malcriado, el empleado de ventanilla que detesta su trabajo, los combatientes por las monedas del vuelto, la psicológa que cuestiona al amor (jamás olvidaré aquel ajeno: «Te quiero mucho…» «Ah… ¿sí? ¿Por qué?»)… Los detectores de ‘negritos’… Los pisadores de cabezas…

Nota: En un gran paréntesis, excluyo a los aplicadores de inyecciones (tan típicos de las crónicas del Angel Gris) bajo la injusticia de conocer a un bioquímico que, además, resulta ser muy buen tipo.

Tacaños en gracias y perdones, los agentes de otoño son personas bien reales. No escriben en blogs. Vienen y te dicen: «¿Por qué perdés tiempo en esas estupideces?» o frases igual de constructivas. Descreen de wikipedia, nunca piden disculpas al colarse en una fila, consideran que «plata» es un buen regalo y necesitan un enemigo diario, un objetivo al que culpar de la suma de sus desgracias, aunque el tipo ni se entere. Desde ya, se consideran excepción a toda regla que exigen a los demás cumplir a rajatabla…

Karmas. Incluso capaces de la extrema perversión al transformar la esperanza en ansiedad.

De alguien que ya pagó por los pecados de sus próximas 20 reencarnaciones (en las que he de suponer que seré torturador del Mossad, violador serial de Barracas o veterinario), les digo: no traten de esquivarlos. Es misión imposible. O al menos requiere de un equipo de 4 que incluya a un negro experto en demoliciones, un jefe que se haga prender habanos, una camioneta negra y a un loco (jamás supe para que iba el loco, pero es requisito sin-equa-non).

Esta gente es experta del disfraz dentro de la multitud. Son dueños del parámetro de «normalidad» y bajan regla sin asco. Antes que te des cuenta te habrán hecho pensar si eso que siempre creíste correcto, de repente no estará mal. Que dar las gracias y ser amable es algo que el otro tiene que merecer (y vaya dios a saber cual es la ‘elite’ que lo merece). Obviamente, el que está mal sos vos. Son expertos manipuladores de la culpa y de la lástima: creánme, se las van a hacer sentir.

Por suerte, tras mucho tiempo en la cercanía de una de estas fuentecitas de angustia ajena (pero con patas) encontré una clave. Al parecer, como buen personal de cualquier agencia, pierden su mejor carta cuando uno los descubre por lo que son. Cuando uno llega a atisbar el vacío que tienen por dentro (lleno de voces y ecos), en contraste con todos esos sueños, valores, recuerdos y sentires con las que uno fue amoblando y aclimatando ese pequeño lugarcito interior.

Payasadas. Payasadas que, a su vez, son las cosas que nos permiten reírnos de nosotros mismos. Y no hay cosa que los Agentes de Otoño odien más que una sana risa ajena…